En una casa de campo cercana a la ciudad de Cali, reside Hernán Mejía, un ingeniero jubilado desde hace unos años. Comparte su hogar con su fiel amigo Zico, un perro de la noble raza rhodesian que, de manera fortuita, llegó a su vida hace más de una década. Desde entonces, Zico ha sido su compañero incondicional, brindándole amor y compañía.
La historia entre Hernán y Zico tuvo sus comienzos en un momento de turbulencia en la vida de Hernán: un divorcio lo dejó solo en su casa de campo. Mientras tanto, Zico, antes un perro de una finca vecina, se encontró repentinamente sin hogar cuando sus dueños se mudaron sin él, dejándolo a la deriva. Sin embargo, la fortuna quiso que sus caminos se cruzaran.
Zico, un espíritu libre y aventurero, comenzó a visitar la casa de Hernán en busca de alimento y refugio. Aunque era un perro de todos los lados, sin ataduras ni compañía, encontró en Hernán algo más que comida: encontró un corazón cálido y compasivo que no dudó en ofrecerle su amor y cuidado.
Un día, Hernán se despertó para descubrir que Zico no solo se había comido la comida que le había dejado la noche anterior, sino que también lo encontró descansando pacíficamente bajo la escalera de la entrada. En ese momento, tanto Hernán como Zico supieron que estaban destinados a ser amigos y compañeros de vida para siempre.
Con el paso del tiempo, Hernán encontró el amor de nuevo, pero esta vez, Zico también se convirtió en una parte integral de la familia. Su vínculo trascendió la mera relación humano-mascota; se convirtieron en confidentes, en cómplices de aventuras y en pilares de apoyo emocional el uno para el otro. Zico demostró que los lazos entre los seres humanos y los animales pueden ser tan profundos como los que existen entre las personas, y que su presencia puede llenar de alegría y consuelo los momentos más difíciles de la vida.
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